CARACAS EN DOS TIEMPOS: DE LA PULPERIA AL CENTRO COMERCIAL

Antonio González Antías

Licenciado en Historia. Paleógrafo.

El hombre, desde tiempo inmemorial, ya como individuo o en términos colectivos, siempre ha diseñado los medios convenientes para satisfacer las necesidades que le son perentorias: alimentación, vestido y vivienda principalmente. Históricamente, los propulsores del capitalismo rapaz entendieron esto desde muy temprano, en el propósito de obtener la mayor riqueza al “jugar” con las necesidades de los demás.

Lo cierto del caso es que con el correr del tiempo se fueron estilizando esos mecanismos -consumo inducido de por medio- al punto que usted entra hoy a una de esas cadenas farmacéuticas a comprar una aspirina, y sale de allí con papel higiénico, pintura de labios, helados, lociones y demás menjurjes que lo más posible era que usted no tuviese intención de comprar. Es el mecanismo del mercado que todo vende y todo compra.

Recordar es vivir: la pulpería de Quebrada Honda.

Estamos en 1788. La pulpería de Antonio Hernández1 contenía, entre enseres y productos, lo siguiente: un mostrador con dos cajones, vasos, embudos, dos faroles de vidrio, totumas, cucharas, taparas, alcayatas de colgar velas, una mula con su enjalma, un cajón de menestras, sombreros de petate, papelones, manteca de cochino, velas de sebo, jabón, aguardiente, vinagre, judías blancas, judías negras, queso, guarapo, dividive, casabe, lebranche seco, aceite, una cochina con su lechón. Del techo colgaban los racimos de cambur y de topocho. Estos establecimientos constituyeron -hasta entrado el siglo XX- no sólo el lugar para obtener determinado producto, sino también el sitio para el cuchicheo y echarse un buen “palo de aguardiente”. Era, pues, parte indispensable de la comunidad, donde los aromas, sabores y colores encerraban su sentir. Fueron, además, tiempos del papelito conspirativo que en esa pulpería pasaba de mano en mano. Para 18042 existían en Caracas 102 pulperías, en las cuales se expendía diversidad de productos. Al ser visitadas por las autoridades, muchas de ellas presentaban anomalías tales como: fallas en las medidas de vinagre y vino, medidas sin aferir y fallas también en el precio de la manteca de puerco. La usura, la trampa en el peso y los precios inflados no son, pues, cosas de hoy sino que desde antaño pulperos y bodegueros se reñían con las normas del buen proceder, en eso de vender apegado a la ética.

Pese a este cuidado, no faltaron los abusos en los bancos de carnes, ventas de verduras y granos (principalmente maíz) que a la vera del camino –en las afueras de Caracas- los tramposos hacían de las suyas vendiendo comestibles sin control por parte de las autoridades. Los llamados regatones (especie de bachaqueros actuales) se dedicaban a este comercio furtivo sin mucho recato.

Muchas de estas pulperías estaban localizadas en las esquinas de las calles, y su venta era al menudeo, y usted podía comprar una locha de azúcar, medio de mantequilla o un real de queso. Los muchachos acudían con una o dos puyas a comprar majarete, melcocha, almidoncitos o conservas de coco. Todo esto se lo llevó e la modernidad, y esos hábitos de consumo se trocaron en otros, dispuestos por una propaganda feroz donde tu capacidad de decisión por adquirir tal o cual cosa no existe, o es disminuida por el afán capitalista de hacerte comprar lo que ellos decidan.

¡Vamos de compras!

Y, ciertamente, así es. El aparato de consumo ha exacerbado sus ansias, y las promociones de tal o cual producto, de tal o cual servicio, mueve todos los resortes para la consecución de sus fines: no importa que no tengas dinero, para eso está el crédito que te atará a una deuda eterna, y serás propietario de algo (vivienda, vehículo automotor) en la senectud de tu vida. Es parte del capital y sus maniobreros.

En otra escala, los grandes templos del consumo exhiben los avances tecnológicos en comunicación al ofrecer el teléfono móvil de última generación, o los equipos de computación más avanzados, por supuesto que a precios inalcanzables para muchos. Ropa, calzado, productos para la belleza, aparatos electrónicos diversos se lucen en brillantes vitrinas o aparadores; y quien recorre los pasillos de estos centros comerciales sólo se conforma con mirar, entretanto pensamos que algún día podríamos obtener lo que deseamos.

La costumbre de pasear en los parques, o sentarse un rato en la plaza, ha ido dando paso a la cultura avasalladoramente impuesta de la asistencia al centro comercial. Hace mucho tiempo que esa misma cultura arrolló a la pulpería, luego a los llamados abastos, a los botiquines de barrio para imponer las grandes cadenas de licorerías, farmacias y supermercados donde se consigue para todos los gustos, pero no para todos los bolsillos. Es una marca del tiempo histórico que vivimos, donde las grandes corporaciones tienen por diseño y por empeño –vía medios de comunicación- torcer la conciencia de las colectividades, al tratar de imponer su estilo de vida del alcance del confort a todo trance. Por supuesto que se trata de desvanecer o difuminar el conocimiento de lo propio autóctono, al imponer, o tratar de imponer, patrones de conducta donde el consumismo lleva la bandera. De allí que el interés de estos actores (empresarios, políticos, artistas) apunte directamente hacia la reserva de valores de conciencia, históricos y culturales, que hoy por hoy nos hemos dispuesto a defender, quienes luchamos por hacer de Venezuela una patria libre y soberana en todos los órdenes.

Ciertamente, las cosas cambian, pero debemos poner todo nuestro empeño para que cambien para mejor, para procurar la solidaridad en muchos aspectos, para luchar por una mejor educación, y para que cada uno disponga de lo mejor que tiene a favor de la patria toda. Las cosas cambian y en nombre del progreso quieren disponer de nuestro legado cultural. Y no sólo se trata del hecho material per se (desconocimiento de valores arquitectónicos, por ejemplo) sino además de imponer un discurso que paute el comportamiento de la gente hacia el consumismo y hacia el desconocimiento de su historia y de sus valores implícitos en el hecho cultural ancestral.

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